jueves, 11 de octubre de 2012

EL REGIMEN DE SEPARACION DE BIENES Y SU BUEN FINAL


                 El régimen de gananciales es, por excelencia, el que nos encontramos en un gran porcentaje de las liquidaciones de regímenes económico-matrimoniales en los procesos de divorcio o separación. No en vano, es el más cómodo, el que menos papeleo exige (el aplicable en defecto de capitulaciones matrimoniales que otorguen cosa distinta, salvo que vivamos en Cataluña), pero el que más puede complicarnos la vida cuando el “amor eterno” se acaba. Dos versiones son las que podemos encontrarnos ante un mismo divorcio contencioso cuando rige el régimen de gananciales: la primera “¿No ha trabajado en su vida y va a quedarse con la mitad de todo?; y la segunda “No he podido trabajar en mi vida porque alguien tenía que ocuparse de la casa y los niños ¿y voy a quedarme sin nada?”. Muchos abogados habrán escuchado estas frases en más de una ocasión.


          Si bien es cierto que no puede aconsejarse un régimen específico sin tener en cuenta las características particulares de cada caso, lo que sí está claro es que muchas de las situaciones que vivimos hoy día, eran muy diferentes allá por el 1889, cuando nuestro Código Civil se aprobó: mujeres que no trabajaban porque su mayor cometido era dedicarse a la casa y al cuidado de los hijos, la inexistencia de divorcio o la prevalencia del pater familias son algunos ejemplos. Pero a día de hoy, en la gran mayoría de los casos, cada uno de los miembros del matrimonio llega a este con un patrimonio propio (por pequeño que sea) que lo respalda, con un trabajo y con intenciones de prosperar laboralmente hablando. O simplemente con una deuda propia (pensemos en todos esos jóvenes que han comprado pisos en solitario mediante una hipoteca). Cierto es que aun en el régimen de gananciales, este patrimonio y deudas serían privativos, pero ¿y todo lo que se haga a partir de ahí?, ¿todo lo que suba o baje? Porque eso sí será ganancial. ¿Es entonces igual de aplicable el régimen de gananciales? Indudablemente, hay ocasiones en que sí, pero no en todas. Echando un ojo a la realidad actual, nuestras relaciones jurídicas (pues el matrimonio también lo es) deben dejar de regirse por el corazón y empezar a manejarse con la razón. Todo aquel que se casa lo hace con intención de que sea para toda la vida, pero muchas veces no es así. En ese momento vienen los problemas en los que en su día no se pensó y que pueden llegar a conformar una lista tan extensa que será merecedora de un nuevo artículo más adelante.

           En estos casos, la separación de bienes facilita el ya de por sí duro camino de un divorcio. Pero, ¿qué ocurre cuando se actúa sin tenerla en cuenta? Los patrimonios de los cónyuges son distintos, por lo tanto debe tenerse sumo cuidado en cómo se fusionan o se mezclan. Los requisitos de actuación son exactamente los mismos que si estuviésemos contratando con un extraño: en todo lo que se compre a medias debe ser especificado qué porcentaje pertenece a cada uno, pues estará en un régimen de condominio que posteriormente debemos liquidar; de las deudas que asumamos tras el matrimonio (y las que traigamos con nosotros), sólo responderá nuestro propio patrimonio (el de nuestra pareja es suyo) y lo que ganemos trabajando será nuestro (por lo tanto, lo que el otro gane será suyo también). Debemos tener claro en qué porcentaje participaremos en los gastos comunes, pues en el régimen de separación de bienes, lo de dedicar un sueldo “para vivir” y otro para “ahorrar” ya no vale. Básicamente, porque el ahorrado será de su dueño, no del matrimonio, y nos encontraremos con una desigualdad que será muy complicado arreglar.

       En definitiva, el régimen de separación de bienes facilita mucho las cosas en caso de un final precipitado, pero si se hace bien. Si los cónyuges comienzan a fusionar los patrimonios sin ningún tipo de control, puede acabar convirtiéndose en una liquidación de régimen más complicada que la de una sociedad de gananciales. ¿Para evitarlo? Tire del “asesoramiento preventivo”, esté completamente seguro de las consecuencias de lo que va a hacer y decida en función de su situación, de sus prioridades y de sus posibilidades. 

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